A partir de la segunda mitad del siglo XIX, el desarrollo de
máquinas eléctricas (dínamos y alternadores) capaces de convertir la energía
mecánica en eléctrica permitió trabajar con unos niveles de potencia muy altos,
inimaginables con anterioridad. Rápidamente, la energía eléctrica fue
introduciéndose en la industria, en las comunicaciones, en el alumbrado y en
usos domésticos, lo que puso de relieve la necesidad de estudiar los peligros
que podía representar para los seres vivos y de desarrollar prácticas y
normativas que garantizasen la seguridad de los usuarios. De estos temas
trataremos en lo que sigue.
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